La Resurrección del Señor

Espiritualidad digital – Brevísima homilía diaria, por José-Fernando Rey Ballesteros

ESPIRITUALIDAD DIGITAL

La sanación interior

En la infancia, los padres, muchas veces, hacen de escudo para que los hijos no sufran. Pero llega un momento en la vida en que nos alcanza el verdadero dolor, y allí no están mamá y papá para cubrirnos. De niño, si te caías de la bicicleta, te raspabas la rodilla y, en una semana, aquello había pasado. De mayor, te visitan dolores que vienen para quedarse.

Vete en paz y queda curada de tu enfermedad. Si Cristo sanó enfermedades corporales, aquello era símbolo de la verdadera sanación: la interior. A quien ama a Jesús, la enfermedad, si no resulta sanada, lo lleva al cielo. Pero las heridas más sangrantes son las del corazón y el alma.

Soledad, angustia, preocupación… Eso nos mata por dentro. Y entonces nos arrodillamos ante el crucifijo, y encontramos al Compañero. El corazón traspasado del Señor aquieta nuestro corazón afligido y, de repente, nos sorprendemos diciendo: «¡Da gusto sufrir contigo, Jesús!»

¿Y qué te diré de las heridas del alma, los pecados? Nos postramos ante el sacerdote, y, en cada absolución, la sangre de Cristo nos purifica. Salimos como niños recién nacidos.

Por eso aclamamos: «¡Tú que has sido enviado a sanar los corazones afligidos!»

(TOB13)

Colosos de barro

San Pedro y san Pablo han pasado a la Historia como las columnas de la Iglesia. Los imaginamos así, como dos colosos que preservaron y propiciaron la expansión del Evangelio en los primeros tiempos. Pedro fue la Roca, el apoyo firme y seguro de la primera cristiandad. Pablo fue el Apóstol, el misionero infatigable que sembró comunidades cristianas por todo el Orbe conocido. Ambos murieron mártires, y ambos son venerados en Roma, centro de la cristiandad.

Y ahora ¿qué? ¿Nos quedamos mirando a los colosos con la boca abierta? Bien, bien, pero ¿qué nos aprovecharía a quienes, a estas alturas del día, no hemos sido capaces ni siquiera de mortificarnos un poquito en el desayuno?

Comenzaré de nuevo el comentario:

Cristo eligió a dos pecadores. Uno lo había negado tres veces, y el otro perseguía a los cristianos. Ambos se enamoraron de Jesús, y ese amor los llevó a entregar la vida. Si eres frágil como ellos, también, como ellos, te puedes enamorar. Trata a Cristo hasta que se te derrita el corazón. Y la gracia de Dios, que hizo de ellos dos colosos, hará de ti un santo. No hace falta que seas «colosal»; basta con que seas fiel.

(2906)

Él se ensució para limpiarte a ti

Mira a este pobre leproso, postrado a los pies de Jesús:

Señor, si quieres, puedes limpiarme.

Míralo bien y hoy, viernes, póstrate así ante el Crucifijo. Llámalo Jesús, como el buen ladrón, y dile esas mismas palabras: Jesús, si quieres, puedes limpiarme.

Abre bien los ojos, míralo. Jesús está sucio, no hay en Él nada sano. Se mezclan en su cuerpo el polvo, la sangre seca, la sangre fresca, los salivazos de los soldados, los moratones de las caídas… ¡A quién vienes a pedir limpieza!

Y, sin embargo, Él se ha ensuciado con nuestra inmundicia, con tus pecados y los míos. Vuelve a decirle: Jesús, si quieres, puedes limpiarme.

Mira ahora cómo, al ser atravesado por la lanza del centurión, ese cuerpo comienza a manar un torrente de sangre y agua. Sitúate bajo esa fuente, que penetrará en tu alma a través de los sacramentos de la Iglesia, y deja que esa efusión de gracia te limpie por dentro de todas tus culpas e infidelidades. Bebe de esa agua hasta saciarte, y déjate bañar por esa sangre hasta quedar convertido en otro Cristo.

Ya lo ves: Él se ensució para que tú quedaras limpio. ¿No es para morir de gratitud?

(TOP12V)

Una violencia enamorada

Primero se sienta, y sentado imagina la casa de sus sueños. Tan bien la imagina, que antes de que exista ya ha quedado prendado de ella. Y por eso, porque la desea con verdaderas ansias, quiere que permanezca, que se convierta en hogar. Y decide edificarla sobre roca. Entonces se levanta, se viste la ropa de trabajo y empieza a cavar. No es fácil horadar la roca para poner los cimientos. Son muchas horas de esfuerzo, sudor, cansancio y, a veces, desaliento… Hasta que lo logra, y entonces todo ha merecido la pena.

El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca.

Todo empieza por la escucha. No habrá santidad sin oración. Al escuchar la Palabra, el hombre se enamora, y sueña ese sueño que, según el salmo, es el único deseo del santo: Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida (Sal 24, 4).

Pero no basta con haber escuchado. Ahora es preciso poner en práctica, entregar la vida, aunque para ello haya que hacerse violencia. Y de esa violencia enamorada surge el Hogar.

(TOP12J)

Mentiras veraniegas

Ahora que empieza a apretar el calor, consolémonos con una mentira invernal, a ver si con el frío de mentira olvidamos las verdades del termómetro. Porque no hay mayor mentira que un árbol de Navidad. No da manzanas ni peras: da bolas de colores y regalos con lacitos que él no ha producido, porque alguien los ha puesto allí. De no ser por su enorme valor simbólico, diríamos que él es el «árbol dañado»:

Todo árbol sano da frutos buenos; pero el árbol dañado da frutos malos.

Y es que el árbol bueno da sus frutos de dentro a fuera. No lo olvides. Toda la lucha ascética de nada sirve si el corazón no se empapa de Cristo. Una conducta externamente piadosa lograda a base de esfuerzo, si dentro oculta un corazón endurecido, te convertiría en un falso profeta: Se acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces. Un árbol de Navidad.

No te conformes con «hacer» la oración. Deja el «hacer» para la calceta. Tú ora, contempla, rinde la voluntad y el entendimiento, pon el corazón en la fragua del corazón de Jesús hasta que se derrita. Así tus frutos, muchos o pocos, olerán a Cristo.

(TOP12X)

No callaremos

No sé si te sucede lo mismo a ti (supongo y espero que sí), pero, cuando miro atrás en mi vida y me pregunto por lo que he recibido de los demás, me doy cuenta de que quienes más bien me han hecho han sido las personas que me han hablado de Dios. Guardo eterna gratitud hacia mis padres, mis catequistas, quienes me enseñaron a rezar y tantos sacerdotes que me han ayudado a conocer y amar a Jesucristo. Dios les pagará el inmenso bien que me han hecho; yo no podría.

Así, pues, todo lo que deseáis que los demás hagan con vosotros, hacedlo vosotros con ellos. Por eso quiero emplear la vida en anunciar a Jesucristo. Quiero hacer con los demás el mismo bien que otros han hecho conmigo. Y espero que a ti también te suceda lo mismo. El mayor regalo que podemos hacer a quienes nos rodean es hacerles partícipes del Amor que llena nuestras vidas.

¿Y si no lo reciben? ¿Y si nos humillan? Rezaremos por ellos, seguiremos nuestro camino y buscaremos a otros que lo acojan. No deis lo santo a los perros, ni les echéis vuestras perlas a los cerdos. Pero no callaremos.

(TOP12M)

¡Será santo!

Un niño recién nacido siempre es una promesa. Apenas tiene pasado, y un largo futuro parece abrirse ante él. Podría decirse que las páginas del libro de su vida están en blanco. ¿Qué historia las llenará? ¿Quién la escribirá?

Reflexionaban diciendo: «Pues ¿qué será este niño?» Porque la mano del Señor estaba con él. La pregunta, como te digo, es natural. Pero, cuando junto a ella se muestra la mano del Señor, la respuesta es maravillosa.

Papás, mamás que miráis a vuestros hijos pequeños y os hacéis la misma pregunta, escuchadme: ¿Será arquitecto? ¿Será médico? ¿Será famoso? ¿Será rico? ¿Será ministro? ¿Será deportista? Todas esas preguntas suponen entregarle al niño el libro de su vida, ponerle el bolígrafo en la mano y esperar a las ocurrencias del pequeño. Ya lo bautizaremos si él lo desea de mayor. Si no quiere ir a catequesis, no lo obligaremos. ¡Que escriba! Preparaos también para los borrones.

¿Será santo? ¡Ésa es la pregunta! Y, al llevarlo a bautizar, tomáis el libro de su vida y se lo dais a Dios, para que la mano del Señor escriba. Y vosotros, junto al niño, le enseñáis a leer la caligrafía de Dios, su voluntad. ¡Será santo!

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