La Resurrección del Señor

Espiritualidad digital – Brevísima homilía diaria, por José-Fernando Rey Ballesteros

ESPIRITUALIDAD DIGITAL

Un kilo de sal bien compartido

Decía Aristóteles que dos personas no pueden considerarse amigos si no han consumido juntos un kilo de sal. No sé cuánta sal pondrían aquellos griegos a la comida, ni cómo llevarían lo de la presión arterial, pero, desde luego, un kilo de sal son muchas comidas. Y la comida une mucho. Mañana ceno con cuatro amigos, y estoy seguro de que, a estas alturas, el kilo de sal lo hemos rebasado. ¡Bendita amistad!

¿Cómo es que vuestro maestro come con publicanos y pecadores? Cristo sigue queriendo comer con publicanos y pecadores. Quiere seguir sanando enfermos a través de vuestra amistad. No busquéis amigos entre quienes comparten vuestra fe. Los «grupitos» de amigos hacen mucho daño en las parroquias y comunidades cristianas. En la Iglesia buscad hermanos. Los amigos buscadlos entre quienes no creen; dadle ese gusto a Cristo.

El verano es un momento magnífico para frecuentar terrazas, chiringuitos y restaurantes. ¿O acaso creéis que os vais a santificar pasando el día en el templo? Id al templo a orar, a reponer fuerzas y a encontraros con los hermanos. Pero no os entretengáis. Entreteneos en el chiringuito, en torno a un kilo de sal bien compartido con quienes más os necesitan.

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La salud y la vida

¡Lo que hubiera dado por ver la cara que se le quedó al hombre! Sus amigos lo acercan a Jesús para que lo cure de su parálisis. Y Jesús le dice: ¡Ánimo, hijo!, tus pecados te son perdonados! Pero él sigue enfermo.

No todo el mundo reacciona bien ante esto. Muchos enfermos terminales preferirían recibir la visita del médico que pudiera curarlos a la del sacerdote que perdona sus pecados. «A mí que me den tiempo. Y, cuando tenga tiempo, ya encontraré un ratito para ir a confesarme. Que venga el médico».

Otros no. Cuando el sacerdote los visita, perdona sus pecados con la absolución, bendice con la santa unción sus cuerpos enfermos y los alimenta con la Eucaristía, quedan con tanta paz y tanto ánimo que ya no temen a la muerte, porque saben que la han vencido. Estos últimos conocen algo que no conocen los primeros: que no hace falta tener salud para tener vida. Es una gran lección.

No sabemos a cuál de los dos grupos pertenecía el paralítico. Pero, por si acaso, le dijo después Jesús: Ponte en pie, coge tu camilla y vete a tu casa. En Jesús lo visitaron el sacerdote y el médico.

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Creer sin ver es ver a oscuras

apóstol santo tomásEs la última bienaventuranza pronunciada por Jesús: Bienaventurados los que crean sin haber visto. Fue pronunciada especialmente para nosotros, quienes nunca hemos visto al Señor. Porque Tomás exigió ver primero, y creyó después. Nosotros, en cambio, debemos creer primero y ver después. Somos hijos de las palabras de Jesús a santa Marta: Si crees, verás la gloria de Dios (Jn 11,40).

Creer sin ver es ver a oscuras. Supone entrar en la noche de los amantes, apagar las luces del sentido, despojar el corazón de todo consuelo y así, desnuda el alma de cualquier ropaje, acercarla a su Señor hasta que, en un abrazo, se hagan uno. El alma, entonces, es conocida y conoce a Jesús. Iluminada por su Espíritu, ve al Padre y exulta de gozo. Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto (Jn 14, 7). Si seguís combatiendo a la noche con vuestras canciones y vuestros focos ante la custodia, os perderéis todo esto. Dejad que la noche y el silencio os envuelvan y conoceréis.

Los ojos quedan muertos, esperando a resucitar para poder llenarse, entonces, de la hermosura infinita de la gloria del rostro de Cristo.

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Todo va bien

duermeComo nosotros, los apóstoles se equivocaban en cuanto a lo que es bueno y lo que es malo. Creemos que lo que nos duele es malo y lo que nos complace es bueno. Pero hay dolores que nos hacen bien y placeres que nos hacen mal.

Se produjo una tempestad tan fuerte, que la barca desaparecía entre las olas. Se veían al borde de la muerte. Y la muerte duele, la tormenta duele, el golpe de las olas duele y duele, también, el frío del agua del lago. Por eso despertaron a Jesús: ¡Señor, sálvanos, que perecemos!

¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?

Dice san Pablo que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien (Rom 8, 28). Mientras Jesús está en la barca, dormido o despierto, todo va bien; no temas. Él hace buenas todas las cosas: la tormenta, la calma, el sol, las nubes, la oscuridad, la luz… todo es bueno si Él mora en tu alma. Lo que debes temer es que tus pecados lo arrojen fuera de la barca. Entonces, hasta la brisa más suave y el sol más radiante se convertirían en viento de muerte y fuego de infierno.

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Muertos que entierran muertos

Cuando Elías llamó a Eliseo para que lo siguiera, el joven dijo: «Déjame ir a despedir a mi padre y a mi madre y te seguiré». Le respondió: «Anda y vuélvete» (1Re 20, 20). Pero cuando Jesús llamó a un joven para que lo siguiera, y el joven respondió: Déjame ir primero a enterrar a mi padre, Cristo no fue tan condescendiente como Elías: Tú, sígueme y deja que los muertos entierren a sus muertos.

Parece cruel. Pero, si perdemos el miedo a seguir a Cristo, tras esa invitación se esconde una maravillosa noticia. «Me pides que te deje enterrar a tu padre, porque vives para la muerte. Sois muertos que enterráis muertos. Desde que nacéis, estáis abocados al sepulcro, y por el camino vais sepultando a los vuestros. Yo te sacaré de esta prisión, te libraré de la muerte, te daré una vida nueva para ti y los tuyos. Naceréis como hijos de Dios, viviréis para la eternidad, gozaréis del Amor en la tierra y reinaréis conmigo en el cielo. Ven conmigo, y ya no serás un muerto que entierra muertos, sino un vivo que reparte vida».

Hasta que no entendamos esto, no conoceremos el gozo de ser cristianos.

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La sanación interior

En la infancia, los padres, muchas veces, hacen de escudo para que los hijos no sufran. Pero llega un momento en la vida en que nos alcanza el verdadero dolor, y allí no están mamá y papá para cubrirnos. De niño, si te caías de la bicicleta, te raspabas la rodilla y, en una semana, aquello había pasado. De mayor, te visitan dolores que vienen para quedarse.

Vete en paz y queda curada de tu enfermedad. Si Cristo sanó enfermedades corporales, aquello era símbolo de la verdadera sanación: la interior. A quien ama a Jesús, la enfermedad, si no resulta sanada, lo lleva al cielo. Pero las heridas más sangrantes son las del corazón y el alma.

Soledad, angustia, preocupación… Eso nos mata por dentro. Y entonces nos arrodillamos ante el crucifijo, y encontramos al Compañero. El corazón traspasado del Señor aquieta nuestro corazón afligido y, de repente, nos sorprendemos diciendo: «¡Da gusto sufrir contigo, Jesús!»

¿Y qué te diré de las heridas del alma, los pecados? Nos postramos ante el sacerdote, y, en cada absolución, la sangre de Cristo nos purifica. Salimos como niños recién nacidos.

Por eso aclamamos: «¡Tú que has sido enviado a sanar los corazones afligidos!»

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Colosos de barro

San Pedro y san Pablo han pasado a la Historia como las columnas de la Iglesia. Los imaginamos así, como dos colosos que preservaron y propiciaron la expansión del Evangelio en los primeros tiempos. Pedro fue la Roca, el apoyo firme y seguro de la primera cristiandad. Pablo fue el Apóstol, el misionero infatigable que sembró comunidades cristianas por todo el Orbe conocido. Ambos murieron mártires, y ambos son venerados en Roma, centro de la cristiandad.

Y ahora ¿qué? ¿Nos quedamos mirando a los colosos con la boca abierta? Bien, bien, pero ¿qué nos aprovecharía a quienes, a estas alturas del día, no hemos sido capaces ni siquiera de mortificarnos un poquito en el desayuno?

Comenzaré de nuevo el comentario:

Cristo eligió a dos pecadores. Uno lo había negado tres veces, y el otro perseguía a los cristianos. Ambos se enamoraron de Jesús, y ese amor los llevó a entregar la vida. Si eres frágil como ellos, también, como ellos, te puedes enamorar. Trata a Cristo hasta que se te derrita el corazón. Y la gracia de Dios, que hizo de ellos dos colosos, hará de ti un santo. No hace falta que seas «colosal»; basta con que seas fiel.

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